Las preocupaciones acerca del acceso a cuidados médicos y la prevención de COVID-19 se ven formidables desde la perspectiva de los cosechadores de tomates en Florida.
Historia y fotos de JONAH GOLDMAN KAY
Traducido por Wendy Alcántara Russell
18 agosto, 2020
Cada vez que María Silva se muda de casa con su familia, lo primero que hace al llegar es limpiar el lugar a fondo para hacerlo suyo. Es un ritual que ha desarrollado a la perfección – Silva y sus cuatros hijos se mudan un promedio de cuatro veces al año junto con su esposo, Ángel Espinoza, quien trabaja en los campos de tomate y las plantas procesadoras esparcidos por la costa este de los Estados Unidos. Este año se empeñará más en este trabajo, desinfectando cada rincón de la casa. Había querido bajar el paso, hacerle caso a lo que aconsejaban las noticias y resguardarse en un solo lugar, pero para ella no era opción.
“Aunque vivimos con miedo, tenemos que seguir el camino porque mi esposo tiene que poder mantenernos,” dijo.
Los trabajadores migrantes como Silva y Espinoza siguen un camino dictado por las estaciones, comenzando en el sur de Florida y viajando hacia el norte del estado. Generalmente empiezan con la cosecha a inicios de primavera en Immokalee y siguen la pizca hasta llegar al condado de Gadsden durante el clima más cálido de Junio. Al terminar esta primera temporada de cosecha, algunos regresarán a Immokalee o se quedarán en Gadsden para preparar la siembra de otoño. La mayoría, sin embargo, seguirán su camino al norte hacia las granjas de Tennessee y Carolina del Norte. Cuando el tiempo empieza a refrescar, regresarán hacia el sur a la recolecta de la cosecha de otoño en Quincy, regresando a Immokalee a finales de Octubre.
Mientras que los trabajadores suelen moverse de acuerdo a las estaciones de siembra, este año sus patrones de trabajo coinciden demasiado con COVID-19. Cuando Ángel comenzó a trabajar en los campos de Immokalee en mayo, los casos de COVID-19 en el condado de Collier empezaban a subir. Considerados trabajadores esenciales, los jornaleros seguían trabajando hombro con hombro en los sembradíos y las plantas procesadoras estrechas, aun mientras seguían subiendo los casos diagnosticados en Immokalee. Para junio, el código postal de Immokalee registraba más de 1,000 casos de COVID-19. Un mes más tarde, ese número se había duplicado.
“El nombrarnos ‘trabajadores esenciales’ no hizo nada para proteger nuestra salud,” dijo Nely Rodríguez, una ex-jornalera en Immokalee.
Rodríguez, quien ahora trabaja en La Coalición de Trabajadores de Immokalee (CIW), una organización enfocada en mejorar las condiciones laborales de los trabajadores de campo en Immokalee, dijo que las condiciones en los campos y en los tráileres abarrotados que los trabajadores rentan de los granjeros eran sitios ideales para la propagación de infecciones. La CIW presionó al gobierno para que mandara más pruebas, creó programas educativos y se acercó a los trabajadores para que implementaran medidas de distanciamiento social. Pero una infraestructura de salud pobre y apatía por parte del gobierno estatal en Tallahassee resultó en que la ayuda que llegó fue demasiado poco y demasiado tarde.
“Las pruebas llegaron tarde, y el que llegaran solo ocurrió porque nosotros presionamos,” dijo Rodríguez. “Siempre somos los últimos en la lista cuando se trata de servicios de salud.”
Para los trabajadores que se enfermaron la situación se tornó todavía peor. Immokalee, con una población de unas 25,000 personas durante la temporada de cosecha, no cuenta con su propio hospital. El hospital más cercano – a 45 minutos en la ciudad de Naples – ya tenía sus camas de cuidados intensivos casi todas ocupadas. Hay una pequeña clínica en el pueblo, pero no tiene doctores que se especializan en enfermedades contagiosas ni cuenta con acceso a ventiladores.
El único lugar que realiza pruebas para COVID-19 está abierto solo un día a la semana, con horario de 1pm a 6pm, en pleno horario laboral de los trabajadores de campo.
Afortunadamente, Ángel, María y sus hijos resistieron durante la primavera y el verano sin enfermarse. A principios de Junio, cuando ya se habían recolectado y empacado los tomates, la familia hizo sus maletas y manejaron a lo largo del estado hasta llegar al condado de Gadsden, donde Ángel pasaría los siguientes dos meses recolectando la cosecha de primavera y preparando los campos para el invierno.
Al encontrarse en la frontera entre dos estados y dos zonas horarias, Gadsden es un condado que se encuentra en un estado de suspensión permanente. Quincy, la ciudad principal del condado, es una mezcla incongruente de vistas y aromas. Conforme uno va entrando al pueblo, la fachada colorida del supermercado mexicano se desvanece a los colores apagados de tiendas abandonadas y viejas casas victorianas, reliquias de los orígenes de Quincy en el siglo XIX como un centro de producción de tabaco.
Cuando llegué a Quincy a finales de julio, Graves Williams se preparaba para la cosecha de otoño. Si venía a ver la actividad en el campo, me dijo, había llegado demasiado tarde. Hace apenas unas semanas, cientos de trabajadores habían hecho el viaje de Immokalee a los cinco campos de tomate de Williams para la cosecha de verano. Ahora, la mayoría de esos trabajadores habían seguido su camino hacia el norte y los campos estaban vacíos, regados con los desechos de la temporada que acababa de pasar – las ramas de las plantas y los frutos descartados pudriéndose en el suelo.
Williams lleva más de cuatro décadas cultivando tomates en Quincy y sus alrededores y le ha tocado ver una variedad de desastres: el huracán Michael en 2018 que destruyó una temporada completa de tomates, la llegada incesante de la plaga de moscas blancas que le han arruinado la cosecha más de una vez. Pero nada le llega al nivel de la pandemia del coronavirus. Ahora no solo se preocupa por sus cultivos – también se preocupa de que se enfermarán las 650 personas que trabajan su tierra y en la empacadora.
Mientras manejamos hacia la granja, Williams recita de un tirón sus gastos de esta primavera: $5,000 en cubrebocas, $8,000 en caretas, $30,000 en desinfectante, $5,000 en rociadoras para el desinfectante. En suma, me cuenta, había gastado aproximadamente $50,000 para proteger a los trabajadores frente al COVID-19. “¿Y qué crees?” me dice,sonriendo. “Ni un caso de coronavirus. Y ahora me toca repetir todo en el otoño.”
Los trabajadores con quienes hablé en la granja de Williams dijeron que se sentían a gusto con las medidas que había tomado. El problema, dijeron, eran los otros dueños, muchos de los cuales no se habían molestado en desinfectar los vehículos o tomar la temperatura de sus trabajadores. “Aquí rocían nuestros carros todas las mañanas y nos toman la temperatura. En el campo siempre guardamos una distancia de 6 pies,” dice Annabel, quien ha pasado la última semana limpiando el campo para preparar la cosecha de otoño. “Pero la mayoría no hacen eso.”
Durante las siguientes semanas, el pequeño grupo de trabajadores migrantes que se quedó limpiaría los terrenos y los prepararían para la siembra de otoño. Pasarán la mayoría de agosto limpiando los restos de la temporada anterior para luego reacomodar 800 acres de tierra en nuevos bancales para los tomates, las cuales se cubrirán con millas de plástico. Después se harán pequeños cortes en el plástico en intervalos regulares para crear espacios para un millón de plántulas, cada una de las cuales tendrá su propia estaca de madera. Es trabajo tedioso, agotador y, para la mayoría de los trabajadores, es apenas el comienzo de otra temporada ardua de cultivo. Pero esta temporada va a ser más difícil de lo normal.
“Tengo más miedo del otoño del que tuve esta primavera,” me dijo Graves. “El condado de Gadsden no tuvo más que 300 gentes con el virus en junio.” Se apresuró a aclarar que los trabajadores no trajeron el virus con ellos, como lo había insinuado el gobernador del estado, Ron DeSantis. De hecho, la mayoría de los trabajadores están desconectados de la limitada infraestructura de salud de Gadsen, lo cual quiere decir que casi no tienen acceso a pruebas o cuidado médico.
La familia de Graves Williams es sinónimo de Quincy – su padre era dueño de la fábrica más grande de tabaco, lugar que ahora es su oficina.
Durante los últimos dos años, Annabel Ramon-Saldania ha trabajado en granjas en el “panhandle”, la lengua de tierra que se extiende del noroeste del estado, trabajando durante la primavera en Gadsden para luego trasladarse a la ciudad cercana de Marianna para la cosecha de otoño. Actualmente vive en un tráiler con seis otros trabajadores, ninguno de los cuales es pariente. Ramon-Saldania, como los otros trabajadores con quienes hablé, nunca se había hecho una prueba de COVID-19.
“Le pregunté a alguien acerca de dónde se hacían las pruebas y me dijeron que necesitaba papeles,” dijo. Esta preocupación de Ramon-Saldania es común entre los trabajadores en Quincy, la mayoría de los cuales son indocumentados. A pesar de que el Departamento de Salud en el condado de Gadsden no pide documentos antes de realizar una prueba de COVID, los trabajadores frecuentemente temen proporcionar datos personales a organizaciones estatales.
Aún si los trabajadores se sintieran a gusto solicitando una prueba, estas pruebas son difíciles de conseguir en Gadsden. El único lugar que realiza las pruebas solo está abierto un día a la semana y eso por la tarde. Y la única clínica comunitaria, el Centro Médico Jessie Furlow, apenas atendió a 264 trabajadores migrantes el año pasado. A pesar de que el centro médico tiene un amplio horario, muchos trabajadores no pueden conseguir como trasladarse o el tiempo libre requerido para hacerse la prueba o ver a un doctor.
Se espera que la población se duplique en octubre, pero todavía no hay una estrategia para incrementar los lugares u horarios para realizar pruebas. A pesar de que Tallahassee, la capital del estado, está a apenas media hora de Quincy, el gobernador Ron Desantis no le ha prestado atención a las peticiones de granjeros y sus trabajadores para incrementar las pruebas y desarrollar un plan para mantener a salvo a los trabajadores este otoño. En realidad, ha hecho poco más que echarles la culpa a éstos por su situación, alegando que comunidades agricultoras “mayormente hispanas” son la fuente principal de los brotes, aún cuando los datos indican lo contrario.
Esto no quiere decir que los casos no están incrementándose en Florida. Durante el mes de julio, después de que habían partido la mayoría de los trabajadores del estado, los casos en el condado de Gadsden brincaron de unos 300 a 1,400. La tasa de infecciones todavía no da indicios de disminución. Si esta tendencia sigue, cuando regresen María y su familia en octubre se enfrentarán a una situación funesta con pocos recursos para ayudarlos a sobrevivir.
“Si uno de nosotros se enfermara, ¿a dónde nos iríamos? No tenemos ningún lugar para aislarnos,” dice Silva.
Rosy Aguilar empezó a trabajar en los campos de tomates cuando apenas tenía 13 años. Ahora es trabajadora comunitaria en el Panhandle Area Educational Consortium (Consorcio Educativo local) donde ayuda a vincular familias migrantes con servicios educativos de salud mental.
De regreso en Immokalee, Rodríguez y el personal de CIW también están preparándose para un gran brote en el otoño. Como en Gadsden, el número de casos en Immokalee ha seguido subiendo, aún cuando la población estacional está en su punto más bajo del año. Cuando los trabajadores, muchos de los cuales han estado fuera desde antes del primer brote en junio, regresen a Immokalee, estarán enfrentándose a una situación muy diferente a aquel que dejaron en la primavera.
“Anticipamos que el número de casos se incremente en el otoño,” dijo Rodríguez. “Sobre todo porque la gente estará regresando de otros estados y comunidades rurales donde las personas no saben lo que es experimentar COVID como lo hemos hecho en Immokalee.”
A pesar de que este incremento es prácticamente un hecho, el departamento de salud del Condado Collier ha reducido el número de pruebas que está realizando y no se ha comprometido a incrementar sus horarios en el otoño. Por su parte, el departamento de salud del Condado Collier dijo que aumentarían el número de pruebas realizadas, pero solo frente a un incremento en la demanda. Este otoño el Departamento también tiene planes de llevar clínicas móviles a los campos para realizar pruebas allí.
Aunque el departamento de salud ha implementado algunas medidas de rastreo de contactos con la población permanente, el CIW dijo que esas medidas frecuentemente dejan mucho que desear. La mayoría de las veces, los empleados del departamento de salud que contactan a trabajadores con diagnosis positivo no hablan su idioma y muchas veces ni les piden información acerca de las personas con quienes han estado en contacto. Aún cuando se les notifica a los trabajadores que pueden haber quedado expuestos a COVID-19, el aislamiento voluntario es imposible dentro de los tráilers apretados donde viven. Los equipos locales de salud están haciendo lo mejor que pueden con los recursos limitados que se les han dado, pero sin sistemas más amplios, la poca preparación para la siguiente ola es lamentable.
“Todavía estamos en medio de todo esto,” dijo Rodríguez. “Fallaron la primera vez, pero no tiene que volver a ser así. Tenemos los conocimientos para hacer un mejor trabajo, pero nos tienen que escuchar.”
Para Silva y Espinoza, les queda poco remedio que regresar a Immokalee en el otoño. Es que no hay suficiente trabajo en ningún otro lugar. En octubre, Silva y su familia empacarán sus cosas, se aprovisionarán de desinfectante y se mudarán de regreso a Immokalee. Cuando lleguen, Silva de nuevo fregará cada esquina de la casa y Espinoza saldrá al campo con su cubrebocas, manteniendo su distancia a seis pies de sus colegas. Pero sin el rastreo de contactos o pruebas, estas medidas solo funcionan hasta cierto punto.
“Me da miedo porque es el proveedor,” dijo Silva. “Si él se enferma, no sé lo que haría. Sin su sueldo no tendríamos nada.”
María Silva, Ángel Espinoza y Rosy Aguilar son seudónimos.