Una antropóloga de la alimentación ofrece sus recuerdos de un programa de secundaria donde estudiantes celebraron la gran variedad de tamales que forman parte de la diáspora Latina. En estos momentos en que los directivos escolares están decidiendo cómo, cuándo o aún si es factible abrir las escuelas, programas como este están en pausa, esperemos que no para siempre.
Historia por Keitlyn Alcántara | Traducido por Wendy Alcántara
21 de julio, 2020
primera vista, un tamal te puede llegar a engañar con su inocencia - una masa sencilla de maíz, los granos unidos por el vapor hasta convertirse en uno solo, firme dentro de su abrigo de hojas. Sin embargo, su sabiduría y su capacidad de alimentar y nutrir ha perdurado por miles de años. Un alimento sencillo y reconfortante, el tamal nació en Mesoamérica y, con el tiempo, culturas a lo largo del continente lo fueron adaptando. Ahora, en Nashville, el tamal es mi cómplice, un caballo de Troya que me ha permitido atravesar las barricadas emocionales enraizadas en la mayoría de las y los jóvenes de secundaria.
En el otoño de 2019, comencé mi tercer año de Sazón Nashville, una serie de talleres de cocina que había ido armando poco a poco, impulsada por un sentimiento que todavía no lograba comprender del todo. Haciendo equipo con un programa escolar extracurricular alojado por Conexión Américas y Nashville After Zone Alliance (NAZA), cada quince días me juntaba con estos grupos de alumnos y alumnas de ascendencia Latina para trabajar con ingredientes deliciosos. Mientras picábamos los ingredientes, las cafeterías o salones grisáceos se llenaban con una paleta brillante y penetrante: el dorado jugoso de un mango maduro, el mordisco punzante del cilantro esmeralda recién cortado.
Comencé a dar estos talleres cuando era una alumna de posgrado en antropología, estudiando el mundo y la alimentación de culturas prehispánicas en el centro de México – mi tierra natal. Mientras me sumergía en libros gastados de la biblioteca (de preferencia en el pasillo F1219), estaba a leguas del país que amo, intentando acordarme de por qué había escogido situarme en esta posición. Durante el semestre, me encontraba en una universidad privada de la élite, principalmente blanca, y mi espíritu se reducía a las referencias bibliográficas de mi investigación, una caricatura de aquello que impulsa mi corazón. En el verano me escapaba de regreso a México, deleitándome con la caminata matutina cada sábado al mercado callejero para llenar mi bolsa de tela con guayabas aromáticas, enormes ramos de espinacas, acelgas y verdolagas, la tierra húmeda todavía aferrándose a sus raíces. Incluso Walmart me recibía efusivamente, amenizando el pasillo de lácteos con ritmos de salsa y bachata y mi sonrisa satisfecha se veía reflejada en las caras de los millones de bebés y niños pequeños que uno se encuentra en todos lados. En México era una hermana, hija, prima, bailadora de salsa, “la antropóloga”. En Nashville mi mundo encogido se volvía demacrado, una vida de hipsters monocromáticos, de alimentos consumidos solitariamente frente a la computadora y suspiros con sabor a Red Bull escapando mis labios mientras intentaba acabar con otra lectura ardua o terminar de escribir un trabajo final que nadie leería. Me sentía invisible. Me sentía desplomada. En vez de decir “¡Hola!”, un amigo me saludaría con “Te ves cansada”. Lo cual, explicaba una y otra vez, no mitiga la realidad de que estoy agotada mental, emocional y físicamente.
Sin embargo, en cuanto me ponía a cocinar con los adolescentes, los muros grises descarapelados y el linóleo desgastado de esa cafetería de secundaria se iluminaban de una manera increíble.
En tres secundarias diferentes a lo largo de Nolensville Pike, estudiantes tuvieron la oportunidad de aprender técnicas culinarias y compartir sus propias historias de comida. Fotos por Keitlyn Alcántara y voluntarias de Conexión Américas.
Sentía como la energía y la emoción burbujeaban por encima de mi cansancio de término de día mientras rebotaba entre los equipos de jóvenes cocineros y cocineras, cada uno acomodado alrededor de una tabla para cortar de plástico. Mientras preparábamos los ingredientes para hacer una salsa de mango, sentí un escalofrío de gusto al ver que las personalidades tan cerradas de las y los alumnos empezaban a entreverse. En absoluto silencio, aparte del siseo de su cuchillo, un alumno con uniforme de camisa polo y corte mohicano picaba cilantro con la misma habilidad de los mejores chefs. Por debajo de las sombras emo de una sudadera negra encapuchada, otro le enseñaba a su pareja como cortar cebolla en rodajas casi transparentes. Mi conocimiento esotérico de arqueología recobraba vida mientras les contaba acerca de la orgullosa historia del maíz, alimento de los dioses mesoamericanos. Bromeábamos y compartíamos historias mientras trabajaban, encontrando una sensación familiar en estas tareas compartidas y la confianza que había visto en las cocinas familiares en México – cada quien con su tarea, todos con un lugar propio. Había diseñado Sazón para los y las estudiantes, pero eventualmente también floreció para darme justo lo que necesitaba. Sazón se convirtió en un espacio para encontrarme a mi misma, de existir tal y como soy; este proceso de reconciliación también llegó a incorporar a muchos de los que participaron.
Mi habilidad de encogerme hasta ser una unidad de existencia aceptable y conveniente fue una destreza que había ido construyendo lentamente a lo largo de mi vida. Pero en el posgrado me di cuenta de que la profesión académica lo había convertido en un trabajo de tiempo completo. Como parte de las fluctuaciones dentro de la diáspora latina global, las casillas creadas para acorralarnos también han cambiado con el tiempo (elige uno: español, hispano, latino, latinx), a pesar de que las experiencias siempre han sido una mezcla histórica, diversa y escurridiza de hilos narrativos indígenas, europeos, afroamericanos, asiáticos, de Medio Oriente, mestizos y criollos.
Una alumna extiende cuidadosamente la masa, creando una superficie para el relleno de su tamal. Foto por Keitlyn Alcántara.
Entre esas historias diversas está la mía. Mi madre viene de una familia misionera blanca y humilde, con raíces en los estados centrales de Estados Unidos. Mi abuelo fue un piloto de combate antes de mudarse con su familia de nueve personas a Panamá en los años sesenta como proselitista. Mi madre creció hablando dos idiomas y salió de la casa a los 16 años para viajar por el mundo en expediciones misioneras hasta que conoció a mi padre a través de un grupo de iglesia en México. Mi padre creció en Puebla, México, vendiendo pan en las calles adornadas con azulejos coloniales. En su casa había un sólo cuarto; una de las paredes era el horno de pan y lo que restaba lo ocupaban su madre y los cinco hijos. Su mente inquieta logró que obtuviera becas y un camino hacia el mundo académico (y el marxismo).
Juntos formaron una pareja pseudo-religiosa y hippiesco, mudándose a Seattle por los estudios de mi padre, uniéndose a las manifestaciones de los años setenta, trabajando una temporada en la pizca de manzana en los huertos de Wenatchee, dando a luz a mi hermana mayor en casa con la ayuda de una partera. Una década después regresaron a México, mi padre un profesor universitario de Letras Españolas y mi madre una fotógrafa. Ambos mantuvieron su pasión por la justicia social y como niña jugaba felizmente en la tierra de colonias olvidadas a las orillas de la Ciudad de México mientras mis padres se reunían con miembros de la comunidad, intercambiando ideas para encontrar soluciones a la pobreza extrema que empezaran con la misma comunidad.
Yo nací en medio de la lenta desintegración de su matrimonio. Después del divorcio de mis padres, cuando yo tenía cinco años, mi madre y yo regresamos a los Estados Unidos y pasé la década de los noventas aliñando mi niñez con el sabor de siempre ser la niña nueva, rebotando entre ciudades ajetreadas (Vancouver, Philadelphia, Milwaukee, Seattle) y pueblos no tan conocidos (Valparaiso, IN y Danville, PA). Llegaba a medio ciclo escolar teniendo que defender hasta mi existencia, luchando contra una comprensión lamentablemente básica acerca de lo que significaba ser yo.
—No, no soy de aquí... Sí, hablo español... No, no como tacos todos los días.
¿Como era posible abarcar todo lo que comprendía para una curiosidad tan cortada? Mi madre, alta, güera y de ojos azules no sabía, no tenía las palabras ni las experiencias de vida para ayudarme a sortear lo que significaba tener un pequeño cuerpo de piel morena a la que se recibía constantemente con la pregunta, “¿De dónde eres?”. Una pregunta cuya respuesta sólo se reconocía al reducirse a una caricatura de quien era: “Soy de México”. Mi padre, un extranjero (en inglés es la misma palabra que alienígena) en los Estados Unidos había aprendido a desconectarse e ignorarlo – pero esa no era una opción para una pequeña cuyo deseo más profundo era encajar.
Una vez, a punto de regresar de mis vacaciones de navidad en México, mi padre propuso que les llevara dulces mexicanos a mi grupo de tercero de primaria, algo así como un intercambio cultural. Seleccionó el que había sido su favorito en su infancia durante los años cuarenta. Se llaman “Glorias”, un dulce elaborado con leche quemada de cabra y consistencia de caramelo, envuelto en celofán rojo y torcido de los lados para parecer un moño. Son deliciosas, pero después de viajar 8 horas apachurradas en una maleta, la textura y apariencia empezaban a evocar pedacitos de popó. Observaba como chillaban con asco mis compañeros mientras el bote de basura se desbordaba con moñitos de celofán sin abrir. Después de esta ofrenda fallida dejé de hablar español, dejé de ofrecer pedazos de mi ser a personas que nunca entenderían quién soy.
Casi dos décadas después de esas ofrendas de celofán despreciadas, me armaría de valor para una vez más compartir mi yo completo, encontrando un refugio inesperado en Nashville, Tennessee, una ciudad que me inundó los sentidos con la exuberancia de su “bluegrass” y “hot chicken”. Mientras caminaba debajo del manto pegajoso del clima de agosto y los imponentes árboles de magnolia en el campus de Vanderbilt, buscaba cualquier vestigio de familiaridad. Otra vez la chica nueva, me había mudado a Nashville para comenzar mis estudios de posgrado en el otoño de 2013, la primera vez que viviría en el desconocido Sur. En un corcho, cubierto de cuatro capas de anuncios piqueteados por alfileres, una frase me llamó la atención: “Se requieren voluntarios de habla hispana”. Este anuncio me llevó apenas tres millas hacia el sudeste a una secundaria en Nolesville Road, un corredor vehicular bordeado con una mezcolanza de negocios, sus letreros pintados con los colores brillantes y la prosa de la diáspora latina.
Inicialmente, empecé a participar en el programa de NAZA y Conexión Américas porque extrañaba el cotorreo rebelde en Spanglish, pero conforme ayudaba a las y los alumnos con su tarea, no tardó en atraerme la clásica travesura de sacar a escondidas una paleta de mango enchilado durante la clase, la mezcolanza de personalidades que lucían caóticas y vibrantes, la diversidad de estudiantes con raíces en Venezuela, El Salvador, Honduras, Guatemala, Nicaragua, México, Perú, cada quien con su propia historia de origen. Nos unía el aroma clásico de cafetería escolar, cloro y verduras hervidas, un aroma de cualquier programa vespertino y que recordaba de mis experiencias hace 20 años. Aun así, irrumpiendo el éxtasis de haber encontrado esta comunidad me llegaban flashbacks de vergüenza.
Al terminar la hora de tarea, los alumnos pasaban por una variedad de “actividades de enriquecimiento”: experimentos científicos con Sr. Bond, el Hombre Ciencia o crítica de cine con Belcourt, un cine independiente de la zona. Una vez al mes, la actividad programada era un taller de nutrición dirigido por una mujer alta y güera con un acento sureño que no dejaba lugar para el español. Con sus buenas intenciones apenas disfrazadas, instruía a los y las jóvenes acerca de como hacer “pizzas saludables” con un Triscuit (galleta salada multigrano) y un pepino o bien, un “parfait de yogurt” con fresas frescas a $5 la pinta (medio litro). Los adolescentes se encorvaban en sus asientos con las miradas perdidas mientras el tema musical de “La Rosa de Guadalupe” se asomaba por debajo de un escritorio mientras alguien se ponía al tanto de la telenovela que no había podido ver durante el día escolar. Pero no es que estuvieran aburridos; lo que vi lo reconocí de mi propia infancia – se habían dado por vencidos.
Implícita en esta ponencia de comida saludable estaba la idea de que estos pobres alumnos de escuela pública comían chatarra por ignorancia, por el color de su piel y no porque el sistema escolar estaba desprovisto de información cultural, que consideraba que las croquetas de papa eran un vegetal y que atrapaba a las y los alumnos en un infierno de comida hiper procesada desde las 8 de la mañana hasta las 6 de la tarde.
Sentada en una esquina del salón, sentía como la rabia se acumulaba en mi sin saber dónde dirigirlo mientras guardaba un silencio cortés. Estos estudiantes no eran un proyecto de caridad. Tampoco eran impotentes y desamparados. A través de las conversaciones informales que habíamos tenido, sabía de la abundancia de comida nutritiva que recibían en casa. Caldos espesos humeantes con pedazos de zanahoria, jitomate, chiles y verduras nadando en sus profundidades. Frijoles, nopales, aguacates. Estos son alimentos que nunca se verían en una pirámide de la alimentación de USDA (El departamento de agricultura de Estados Unidos). Sin embargo, estos son los ingredientes que cuentan las historias complejas de la historia Latina – el auge y caída de civilizaciones antiguas, la persistencia frente a traumas coloniales, el ir y venir masivo a través del espacio y el tiempo.
Para estudiantes nacidos en los Estados Unidos, implementos de cocina tradicionales, como el molcajete, son vagamente familiares. Creamos nuevas memorias al moler nuestra propia Salsa Molcajeteada. Foto por Keitlyn Alcántara.
Con una productividad nacida de lo mezquino, decidí contratacar esta fachada de salud con talleres de cocina culturalmente pertinentes. El primer año de Sazón fue puro trastabille. Emocionada por compartir quien soy, la primera sesión se enfocó completamente en mi comida favorita: el elote. En México el elote es una mazorca de maíz hervida que se prepara con mayonesa, queso, chile y limón, algo que se encuentra en cualquier esquina del centro. Fue divertido compartirlo, pero cuando les pedí a las y los alumnos que reflexionaran acerca de lo que habían aprendido, más de uno comentó, “¡Estamos aprendiendo de comida mexicana!” Me di cuenta de que si seguía trabajando sola, arriesgaría trivializar la gran variedad de experiencias latinas. Tomé un paso para atrás y busqué amistades de otras partes de la diáspora que pudieran presentar ejemplos de mundos que yo no conocía. Dos colegas y compañeras del posgrado que se identifican como mujeres Maya fueron a enseñarles a los y las alumnas como hacer tortillas de maíz a mano. Tres de los alumnos más callados, migrantes recientes cuya lengua materna y dominante era un idioma Maya y que, por lo tanto, se aislaban de sus compañeros anglo e hispanoparlantes por igual, empezaron a brillar al reconocer estas tortitas gruesas de maíz: “Las tortillas... ¡Las de GUATEMALA!”. A través de la experiencia de cocinar y aprender de chefs invitados estábamos aprendiendo a escuchar y tener curiosidad acerca de las vidas secretas que cada quien llevaba dentro – las historias, el conocimiento, las identidades complejas y cambiantes.
La decisión de cerrar el año con un tamalazo (una fiesta de tamales) tenía un propósito específico. Era una forma de que cada persona pudiera decir, “Yo sé como son MIS tamales. ¿Pero como son los tuyos?” Antes de salir a hacer compras, les preguntamos a los alumnos qué les echaban a sus tamales. “¡Chícharos!” gritó un alumno. “¡Salsa verde!” exclamó otro. En un intento de no meter la pata entré al internet para buscar recetas y caí en una profunda madriguera de conejo; aprendí que hay, de hecho, entre 500 y 5,000 tipos de tamales nada más en México. Los tamales se han ido adaptando por miles de años a lo largo del continente americano. En Nicaragua, por ejemplo, los nacatamales llevan relleno de papa, jitomate y puerco. En Perú reina la humita con su base de choclo. Más recientemente, el “hot tamale” (tamal caliente) se ha adaptado y difundido por la región del delta de Misisipi, resultado de comidas compartidas entre trabajadores afroamericanos y latinos, con raíces, tal vez, en prácticas indígenas locales.
En mi búsqueda de chefs invitados me encontré con almas gemelas que también luchaban para existir en todo su esplendor complejo y multifacético. Una voluntaria, Bety, se convirtió en nuestra experta residente de tamales en el 2017 cuando nos presentó una amiga en común. Durante los 16 años que ha vivido en Nashville, ha fungido como madre de tiempo completo y activista comunitaria. Desde la cocina de su casa, infusiona sus días con los colores, olores y sonidos de su pueblo natal en Oaxaca, México mientras se ocupa llevando un negocio informal de tamales con sus amigas como clientes. Cada tamal que hace es un remanente del hogar que dejó atrás – un hogar que espera que su hijo y su hija, ambos nacidos en Nashville, lleguen a asimilar.
Estudiantes llenan hasta el borde hojas de plátano y maíz con masa y relleno durante la primera fase de nuestro tamalazo. Fotos por Keitlyn Alcántara.
La preparación para el tamalazo, un evento de dos días para cerrar nuestra temporada culinaria, comienza llenando una gran olla de metal hasta el tope con tamales crudos: masa rellena de queso, pollo, rajas, flor de loroco, salsas verdes y rojas, todo envuelto en las hojas amarillentas y rugosas de maíz o verdes y lisas de plátano.
Un miércoles por la tarde y Bety se para al frente del salón, su blusa blanca con collar inclinado y bordado con flores brillantes en rojo y anaranjado emanan una luz tropical frente a la penumbra de los focos grisáceos de neón. Tres mesas largas están acomodadas en forma de “U”. Bety está parada en el centro y las y los alumnos se han acomodado por su cuenta; niños a la izquierda, niñas a la derecha. Todos los cuerpos se inclinan hacia adelante, codos en las mesas, mientras Bety explica como hacer un tamal. Mientras su voz acaricia palabras como “loroco” y “hoja de plátano”, uno de los jóvenes se voltea con preocupación hacia sus amigos.
–¡Sólo hay cuatro niños! –se lamenta, mientras señala la mesa de enfrente, atascada con nueve muchachas entre 5º y 8º año.
–Eso quiere decir que van a tener que echarle más ganas para salir adelante –bromeo. Entre unas risitas, se hacen bola para idear un plan estratégico.
Afortunadamente, no es fácil echar a perder tamales. Los y las alumnas comienzan cautelosamente, pero van agarrando confianza hasta que uno hace un “mega tamal” lleno de un poco de cada ingrediente, la salsa escurriéndose del cuerpo que apenas logran cubrir varias hojas de plátano. Al final del día, Bety regresa a casa acarreando una olla a reventar. Está de vuelta la siguiente tarde con la misma olla, pero ahora ricitos de vapor se escapan por debajo de la tapa para llenar el cuarto con el aroma condimentado de tamales frescos.
Las y los estudiantes se comen sus creaciones orgullosamente. Hacen guardaditos de tamales para llevarlos de contrabando a casa y compartirlos con la familia. Corren a repartir tamales entre otros maestros, personal o padres y madres que han llegado temprano a recoger a sus hijas e hijos. Se sientan, repletos de tamales y satisfacción.
A lo largo de los tres años de vida de Sazón, trece chefs invitados nos compartieron sus recetas y sus historias. Eran compañeros del posgrado, amistades de bailes de salsa, activistas y empleados de organizaciones sin fines de lucro y venían de Guatemala, Honduras, México, Puerto Rico, El Salvador y Perú. Con la llegada de cada nuevo invitado, lo acompañaban nuevos ingredientes y nuevas historias que ampliaban las posibilidades de lo que podría significar ser Latinx.
Hay muchas formas para impulsarnos a ir más allá de esa primera pregunta fácil: “¿De dónde eres?”. Para nosotros fue la cocina. El sumergirnos en aromas, sabores y sonidos despertó fisuras en nuestras identidades que se habían quedado dormidas por años a modo de una estrategia de supervivencia.
¡Cuántos macrocosmos se pierden cuando solo rozamos la superficie, cuando nos llevan a pensar que nuestras diferencias no son mágicas!
El acto de cocinar abrió un espacio, no solo para preguntar, también para escuchar, observar y deleitarnos con las partes de nosotros que teníamos el valor de compartir los unos con los otros. La posibilidad de arriesgarnos, una vez más, a compartir nuestra identidad completa y animar a otros que hicieran lo mismo.
Lover of people-watching and story collecting, Dr. Keitlyn is now a professor of Anthropology at Indiana University, where she plans to begin a branch of Sazón, Bloomington. Drawn to the role food plays in community resistance and resilience through change, she uses archaeological and contemporary case studies to explores how foodways shape our bodies and social networks. You can follow both her academic and creative writing through www.keitlynalcantara.com
Wendy Alcántara comes from a family of readers and has a Master's degree in Literature, so it is not surprising that she knows that stories can change the world. She began interpreting at the age of 15 for immersion trips designed to bring people from different cultures and backgrounds together so they can establish personal connections by sharing stories (Facebook @AmextraSemillas). She now runs Advanced Academic Editing (Facebook @ESL.Edit), a translation service that has as its mission helping Spanish speaking academics - in the U.S. and abroad - have their voices heard in the predominantly white, English-speaking world of academia.